El recorrido desde Roma hasta Milán era largo y nos dejaba de pasada por una ciudad como Verona, que no podíamos dejar de visitar. Dejamos el camping en Venecia y salimos rumbo a Verona, la ciudad en la que Shakespeare se inspiró para escribir Romeo y Julieta.
Sobre Verona debo decir que es una muy linda ciudad, y que después de dejar los vehículos estacionados nos dedicamos a perdernos en ella durante un par de horas. Pasamos por un pequeño estadio, si lo comparamos con el Coliseo, de la época romana y después caminamos por una peatonal con bonitos comercios. Luego buscamos la casa de Romeo y la casa de Julieta y como nos resultó difícil encontrarlas por nuestros medios, nos unimos a una excursión y seguimos sus pasos, convencidos de que tarde o temprano llegaríamos a ellas.
Y así fue que, siguiendo a la melindrosa excursión juvenil, primero pasamos por la casa de Romeo, sin mayor interés que un cartel que indicaba que esa casa en cuestión, era la casa de Romeo, si es que eso puede resultarle a alguien interesante, por eso hay gente para todo, y una prueba de esto era la cantidad de fotos que los turistas sacaban.
Y en segundo lugar visitamos la casa de Julieta, esta sí con un mayor interés, devenido del famoso balcón desde el cual salía Julieta a ver a Romeo. Para quien quisiera verlo también estaba para el análisis el circo que generaba la casa de dicha señorita, que señorita es demasiado decir para una mujer que ni siquiera existió, convertida en museo, con una estatua de la mismísima Julieta en el jardín, en la cual podías fotografiarte tocándole un seno, al menos esa era la foto clásica, la que todos querían, y esto puede decirse porque todos así posaban y porque el bronce del seno derecho brillaba como si lo hubieran pulido continuamente durante años y años. Para entrar al jardín debías atravesar un portal y un pasillo cerrado. No había milímetro cuadrado ni en la fachada de la casa, ni en las paredes del pasillo que se hubieran salvado de los colorinches graffitis de amor, y cuando ya no había espacio para escribir, no importaba, un chicle servía para tapar el graffiti anterior y dejar su marca en la casa de Julieta. Las que no se salvaban eran las casas de los vecinos que ya debían de haberse cansado de pintar las paredes y puertas de sus casas, porque los graffitis tenían el mismo efecto que la gelatina al derretirse.
Satisfecha nuestra curiosidad, ¿literaria?, almorzamos en un Mc Donald´s y volvimos al vehículo para seguir camino a Milán, donde pensábamos alojarnos por dos noches en un hostel que habíamos reservado por internet.
Al entrar a Milán nos dimos cuenta de que la ciudad no tenía por asomo el encanto de las ciudades italianas que veníamos visitando. Cuando llegamos al hostel tuvimos el primer problema de la noche. La recepcionista no tenía nuestra reserva, que habíamos hecho por hostelworld.com a la mañana. Cuando estábamos discutiendo, recibió una llamada al celular y luego de hablar unas palabras, le pasó el celular al Ciervo. Era el dueño del hostel y nos pedía disculpas pero el hostel estaba lleno. Nos había mandado correos, mensajes de texto y hasta había llamado a alguno de nuestros celulares pero no había podido comunicarse con nosotros para avisarnos del problema. Nos deseó suerte en la búsqueda de alojamiento. Eran cerca de la ocho de la noche y debíamos buscar un hostel o un hotel. Le pregunté a la recepcionista si podíamos usar el wi-fi del hostel para hacer otra reserva pero me respondió que el sistema se había caído y me mostró la hoja de papel con la que estaba trabajando al carecer de sistema informático. Nos indicó que a la vuelta de la esquina podíamos conseguir internet inalámbrico. Hacia allí fuimos.
Cuando conseguimos conectarnos, entramos a hostelworld.com, hostelbookers.com y otras páginas similares pero nos encontramos con el mismo problema. Ninguna permitía la reserva para el mismo día, siendo la hora que era. Así que anotamos la dirección de los hostels más económicos, y volvimos a la camioneta para hacer un recorrido por ellos.
El primero que fuimos se llamaba Leonardo da Vinci y en internet tenía un precio de doce euros y medio. El chico de recepción nos quería cobrar veinte cinco euros, que luego nos bajó a veinte, pero de ninguna manera podía hacernos el precio que salía en la página, porque ese precio era sólo para reservas por internet. El lugar no prometía y cuando con Mati A. le pedimos para conocer las habitaciones nos respondió que el dueño no lo permitía. Descartamos el lugar por la pinta de hotel de alta rotatividad y por la casi certeza de que nos encontraríamos cucarachas y ratas caminando por los cuartos. Lo bueno era que teníamos aún varios hostels por recorrer.
Y entonces comenzó la debacle. Manejamos de punta a punta de Milán y preguntamos en cada uno de los hostels cuya dirección habíamos anotado. En ninguno había lugar. Ya no sabíamos que hacer y eran cerca de las doce de la noche.
La Zenit aún estaba estacionada enfrente al primer hostel y en ella estaban Bocha y Alf. Los demás estábamos cerca de allí cenando, ya resignados a dormir en una P lejos de la ciudad. Ciervo estaba con la computadora a punto de hacer una reserva para un hostel para el día siguiente, cuando recibimos una llamada del Bocha. El dueño del hostel se había puesto averiguar y nos había conseguido alojamiento en un hotel con desayuno y wi-fi a diecinueve euros. Hotel Emmy. No lo pensamos dos veces y festejamos como si nos hubiésemos ganado un fin de semana en el Conrad.
El hotel no estaba tan mal, salvo el desayuno que era malísimo. Y en Milán no hicimos mucho. Estábamos cansados y nos dedicamos la mañana a recuperar fuerzas y ver partidos de fútbol por Internet.
En la tarde jugaba Milán contra Palermo en el San Siro. Todos menos Vago, Ciervo y yo habían comprado la entrada por Internet a un precio de cuarenta y cuatro euros. Ya me había resignado a perder un lindo partido por el Calcio, con la “Joya” Hernández de titular, y ya de paso conocer un estadio emblemático como el San Siro.
Cuando, cuatro horas antes de que comenzara el partido, los chiquilines fueron a retirar las entradas reservadas, Ciervo fue con ellos para ver si, por alguna de las cosas de la vida, quedaba entradas. Con Vago fuimos a almorzar tardíamente, ya eran casi las cinco de la tarde. Estábamos comiendo una pizza y sonó el celular de Vago. Ciervo había conseguido entradas a veinte euros y si íbamos rápido no íbamos a tener problema. Terminamos la pizza, fuimos a buscar la Traffic y salimos hacia el San Siro.
Algunas horas después ya estaba dentro, observando el calentamiento de los jugadores de ambas escuadras. El partido tuvo un solo equipo, el Milán, que ganó 3 a 0. Palermo no llegó al arco rival y la “Joya” no apareció pero pude ver a Robinho y a Ibrahimovic en un nivel espectacular. Una experiencia inolvidable.
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