Sin contratiempos en el vuelo llegué a Nueva York a la una y media de la tarde. Había salido de París a las once de la mañana y, viajando poco más de ocho horas en avión, le había ganado seis horas al reloj. Hay quienes dicen que para recuperar cada hora se necesita de un día, haciendo la cuenta iba a necesitar seis días, días que no tenía, así que no tenía que pensar demasiado en eso.
Cuando llegué a Nueva York estaba agotado, las últimas tres noches había dormido muy mal, la primera de ellas en una carpa sin colchón y con un sobre de dormir inadecuado para el frío de Suiza, la siguiente de costado en el asiento de atrás de la Traffic, y la última apenas unas horas en la camioneta durante el viaje desde Interlaken hasta París. Y en el avión apenas había pegado ojo. Además estaba la incomodidad de haber pasado varios días sin poder bañarme.
Ni bien llegué al aeropuerto pregunté en el centro de información la mejor manera de llegar a Manhattan. Me indicaron que debía tomarme el tren aéreo que conectaba con una línea de subte que me llevaría a la dirección indicada. Dos horas me llevó llegar hasta el hostel donde me esperaba mi amigo Paul Faget. Paul, quien trabaja en una agencia de viajes, se había tomado una semana de vacaciones y había viajado a Nueva York, donde me acompañaría los días que estuviera en esa ciudad.
Luego de hacer los trámites en el hostel, bien ubicado en Manhattan, subí a mi piso con las ganas desesperadas de dejar el equipaje y darme un baño urgente. Pero había un problema. Paul estaba en la puerta de nuestro cuarto. Cuando nos encontramos nos dimos un efusivo abrazo y rápidamente me contó la situación. Así como el ascensor no funcionaba, lo que había provocado que tuviera que subir los cuatro pisos con entre piso del edificio con mi pesada valija, tampoco lo estaban haciendo los sistemas electrónicos de las puertas de los cuartos. Las tarjetas magnéticas no podían abrirlas. Un chino desnudo en toalla esperaba con cara de pocos amigos a que se solucionara el problema. Así que nos sentamos en el corredor y comenzamos a ponernos al día rápidamente. Paul estaba muy emocionado con la ciudad de Nueva York y con lo que había vivido en los últimos días. Me contaba sobre lo que había hecho, sobre la oferta nocturna, sobre lo que pasaba en el hostel.
Después de bañarme y descansar unos breves minutos, salimos a conocer Times Square, ícono de Nueva York. Ubicado entre Broadway y la Séptima Avenida es conocido por los carteles de neón y por las pantallas gigantes y por la cantidad innumerable de comercios. La meca del consumismo.
La sensación que uno tiene al caminar por allí es muy extraña. Los sentidos se ven bombardeados por carteles luminosos que compiten cada uno por ser más brillantes y llamativos que el otro, en una carrera sin límites para captar la atención del público. La mente se detiene al no poder procesar tanta información, y uno se transforma en un autómata que no puede más que dejarse llevar por las pantallas, primero una, después otra, después otra. La calidad de las pantallas es de última tecnología, y uno atina a preguntarse el valor de las mismas considerando que la pantalla que le regaló Chávez al Uruguay para instalar en el Centenario costaba cerca de un millón de dólares, y todos sabemos la calidad lamentable que tiene.
Y en la calle uno se encuentra siempre con sorpresas. Es que en Nueva York siempre algo está pasando en cada esquina. Negros y blancos con aspectos de indigentes con carteles pidiendo dinero para la cerveza y la marihuana, artistas callejeros que bailan o hacen música, congregaciones religiosas, grupos de policías discutiendo, concentraciones de turistas, y todo lo que uno pueda imaginar. No hay tiempo para aburrirse. No hay tiempo para cerrar los ojos. Tampoco, claro, hay mucho tiempo para pensar.
El sistema de metro es muy extraño, y no digo que haya que ser un experto para utilizarlo correctamente, lo que es seguro es que hay que estudiarlo detenidamente para no terminar en Bronx o en cualquier parte de la ciudad. Por ejemplo, hay algunas líneas que tienen sistemas expreso, es decir, en la misma estación, uno puede tomarse hasta tres diferentes trenes, uno que para en todas las estaciones, otro que para en algunas y otro en casi ninguna. Es útil para recorrer grandes distancias. A su vez tienen diferentes frecuencias de acuerdo a la hora y el día de la semana. Es decir, para llegar a un sitio, uno debe saber qué líneas están funcionando para elegir que conexiones debe hacer. Pero a pesar de esta complejidad, el sistema funciona bien y es raro que haya una multitud en un vagón. Por alguna razón que nunca llegué a entender, siempre hay asientos libres y la gente pareciera que prefiere ir parada. Por eso, por más que a veces tomaba los metros llenos, siempre viajaba sentado.
Después de conocer Times Square, después de caminar por Broadway y de ver los famosos teatros donde hay musicales y óperas y comedias, perfomances de actores como Hugh Grant y Samuel Jackson, y después de comenzar a alucinar con las divertidas sorpresas que uno encuentra en cada esquina, después de comenzar a sentir el vertiginoso ritmo de la ciudad, después de entender un poco de qué va esto de Nueva York, volvimos al hostel y desde allí, salimos a recorrer algunos boliches. Música en vivo es lo que no falta en Nueva York y pudimos escuchar una excelente banda con una cantante india y un tipo que era el as de los vientos, y tocaba flauta, clarinete y saxo. Terminamos en un boliche con sobredosis de buen rock n roll. Para movernos nos tomábamos taxis que no son tan caros. La ciudad nunca duerme y uno puede estar trillando todo el día y toda la noche sin parar. Ya eran las tres de la mañana en Nueva York, pero para mí, aunque no quisiera pensar en la diferencia horaria, eran como las nueve y necesitaba dormir un poco.
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