miércoles, 7 de septiembre de 2011

Día 188(6 de Septiembre): Cárcel de Patarei


Seguramente recordaré este día del viaje como uno de los más tenebrosos. Entiendo que al visitar lugares nuevos uno debe abrir su mente y dejarse impregnar por las sensaciones. A veces las sensaciones llegan de manera consciente, a través de los sentidos y a través del proceso mental de contrastar lo que uno ya sentía, sabía o pensaba del lugar que visita con lo que está experimentando en ese momento. Pero algunas veces hay algo más, sensaciones que inexplicablemente parecen no provenir de ninguno de los sentidos, sensaciones que parecen no pasar por el plano de la conciencia. Pero están ahí y son quizá más poderosas que las anteriores. Y a veces arrasan con la sensibilidad.

La mañana nos la tomamos con calma, desayunando y mirando una serie en la televisión del salón comunal del hostel. Afuera llovía y estaba fresco así que no había mejor programa posible. Además a partir de las cuatro de la tarde teníamos actividades planeadas.

Así que sin apuro a media tarde caminamos hasta la cárcel de Patarei que quedaba a algunos kilómetros del hostel. Sobre ella sólo sabíamos que había funcionado como tal hasta hacía pocos años y que había sido construida durante el régimen soviético. Ahora estaba abierta al público en formato de museo.

Para llegar atravesamos una estación de tren y dejamos atrás la Ciudad Vieja, para entrar en una zona residencial de Tallin. Había dejado de llover hacía muy poco y la humedad se sentía al respirar. Las calles estaban cubiertas de charcos y había que tener cuidado al caminar para no mojarse. Las casas tenían aspecto descuidado, si bien eran enormes y con grandes jardines. Algunas estaban cercadas con alambrados y los arbustos mal podados se entreveraban del otro lado. Casi nadie había en las calles ni en los balcones, y sólo se escuchaban los motores desde la avenida que habíamos dejado atrás, nuestros pasos y nuestras risas.

En determinado momento vimos la torre de control de la cárcel, que se elevaba detrás de una zona de hierbas y yuyos con un alambrado que impedía cruzarla. Dimos la vuelta hasta encontrar las puertas del recinto carcelario.

No había nadie a la vista cuando entramos al patio de la cárcel y vimos por primera vez sus muros con alambres de púas y la fachada del edificio, con ventanas enrejadas y alineadas con pocos metros entre sí. Allí nos detuvimos a mirar la torre de guardia, que aún tenía una silla y la puerta abierta.

No sabíamos donde se encontraba la entrada al supuesto museo. Seguimos un poco más hasta que vimos a una anciana, de pelo blanco y arrugas profundas que nos estaba mirando desde las puertas en tinieblas de una casucha al final del camino. Cuando nos acercamos salió a nuestro encuentro, pero no entendimos lo que nos decía. Mediante señas y un poco de inglés, nos cobró dos euros por la entrada al recinto. Vimos que otro señor mayor estaba sentado en una silla dentro de la construcción. Detrás de él había una cama con una manta apolillada puesta de cualquier manera sobre el colchón.

Sin más preámbulos entramos al edificio y luego de caminar por un pasillo al aire libre, en cuyas grietas crecían numerosos yuyos, nos encontramos con las propias puertas de la cárcel abiertas de par en par.

El cielo seguía nublado cuando pusimos pies por fin, en la losa de la planta baja de la cárcel de Patarei. La temperatura bajaba algunos grados con respecto al exterior. La humedad era enfermiza. Todo estaba en penumbras. Ante nosotros una escalera se elevaba hacia la oscuridad mientras a nuestros costados, los pasillos llevaban hasta las celdas. En los rincones junto a las paredes, esqueletos de sillones, colchones agujereados, máquinas de escribir y trozos de hierros herrumbrados, se amontonaban sobre sí.

No estábamos en un museo, sino en una cárcel abandonada. Como si se hubiera evacuado de la noche a la mañana hacía algunos años y nadie hubiera ido a limpiarla. En las celdas encontrábamos libros, jabones, posters. En algunas hasta dibujos y graffitis. La pintura de las paredes colgaba en hilachos resquebrajados que se caían al menor contacto. Se sentía la atmósfera cargada y opresiva.

Recorrimos los tres pisos con una sensación muy extraña. Estábamos nerviosos ya que el lugar era tan grande y oscuro que era factible que alguien hubiera decidido vivir allí. Algún loco únicamente, porque ya nos sentíamos deprimidos y angustiados y estábamos allí hacía pocos minutos.

En el piso superior conocimos el hospital que aún tenía la silla de dentista, polvorienta y sucia, y la monstruosa lámpara sobre ella. También se ubicaba por allí la biblioteca repleta de libros.

En el segundo piso estaban las celdas de los presidiarios que esperaban el veredicto final. Las cuchetas estaban pegadas entre sí. Los reclusos vivían hacinados, duplicando la capacidad de cada celda. En estas celdas no entraba la luz del sol. Con el infrarrojo de la cámara de fotos, podía iluminar el interior, sumido en las tinieblas. Iluminaba los dibujos en las paredes, los restos de ropa, las patas de una silla, los resortes de colchones, las hojas de un libro viejo; recuerdos de las miserias con las que vivían los prisioneros.

También había salas de los oficiales, con máquinas de escribir en la que aún estaban colocadas las últimas hojas que nunca habrían de escribirse. Libros con anotaciones, esquemas y reglamentos estaban abiertos sobre los escritorios.

Cuando bajamos al piso inferior conocimos la sala donde se hacían las ejecuciones. Por todos lados puertas cerradas escondían salas que no tendríamos la oportunidad de conocer. Dentro sólo la oscuridad, lo desconocido, y quien sabe que más. A veces atisbábamos por las rejas de las puertas pero no podíamos adentrar ni un milímetro la vista en la negrura.

Por suerte llegó un momento en que habíamos visitado la mayor parte del edificio y salimos otra vez al aire libre y fuimos hasta el patio donde los reclusos salían a caminar. El patio era un estrecho pasadizo entre dos muros en los cuales los presos no podían ni estirar los brazos. Pero por lo menos verían la luz del sol, si tenían la suerte de encontrarlo alto en el cielo.

Y llegó por fin el fin de la visita, y volvimos al hostel. En lo personal me sentía abatido, desgastado por la experiencia. De alguna manera la atmósfera de la cárcel había afectado mi sensibilidad. Como si el sufrimiento hubiera impregnado las paredes y el aire estuviera infectado con el polvo de la muerte. Un lugar maldito.

Pero había que cambiar el chip rápidamente porque al poco tiempo teníamos que ir a presenciar un partido de fútbol por la calificación a la EuroCopa, entre Estonia e Irlanda del Norte.

Desde hacía días las calles de Tallin habían sido invadidas por fanáticos irlandeses que se reunían en los bares y en las esquinas, tan borrachos que no podían mantener la mirada fija. Así que pensamos que la hinchada irlandesa nos iba a dar un espectáculo considerable, por más que el partido no prometía mucho.

Finalmente ganó Estonia 4 a 1. Tres de los cinco goles, siendo generoso, se debieron a groseros errores de los defensores y arqueros. Igual dio para cantar un poco y de disfrutar de cómo viven el fútbol estos dos países. Al terminar el partido los irlandeses, a pesar de estar mamadísimos, aplaudieron al equipo estoniano y no abuchearon a su equipo por más que habían hecho un papel paupérrimo.

Y así se terminó el día, nuestro último día en Estonia.

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