Después de desayunar salimos rumbo a Saint-Malo, una comuna ubicada en la región de Bretaña. Es conocida por su ciudad cercada y por tener un puerto muy importante en la región.
Recorrimos el puerto donde apreciamos muchos botes y barcos. El día estaba hermoso, sin nubes y fresco. Un barco nos llamó la atención porque un cartel mostraba un mapa en el que estaban indicadas las rutas de sus viajes. A comienzos de siglo había realizado un viaje por Sudamérica pasando por Montevideo.
Luego entramos a la ciudad cercada. Los muros de la ciudad se mantienen en excelentes condiciones y uno puede caminar sobre ellos y tener una vista privilegiada del puerto y de la ciudad. Los edificios son muy antiguos y es un placer contemplarlos. Caminamos por la ciudad atravesando sus callecitas de piedra y rodeando plazas, hasta que llegamos a la costa, del otro lado. Allí hay una playa en la que muchas personas tomaban sol. A lo lejos veíamos fuertes y castillos. Pudimos caminar entre las rocas ya que la marea estaba baja. En la noche la marea subiría y haría imposible caminar por donde nosotros lo estábamos haciendo.
Como la marea sube y baja todos los días, hay una piscina instalada en la arena. Cuando la marea sube la llena y cuando baja, permite que niños y adultos disfruten de un baño de agua salada. La piscina cuenta también con un alto trampolín y con personal que controla que nadie pueda lastimarse. Seguramente, desalojan la piscina cuando la marea está por subir.
Mi madre y mi tía habían caminado hasta el fuerte y volvieron con una enorme bolsa de mejillones. Con sólo mirarlos se me hacía agua la boca. Lástima que no iba a poder probarlos porque me volvía a París temprano, en la mañana del día siguiente.
Una estatua me llamó la atención desde la playa. Situada en un promontorio, representaba a un hombre señalando hacia el oeste. Banderas azules flameaban muy cercanas. Cuando le pregunté a mi tío me respondió que se trataban de las banderas de Québec. El hombre en cuestión era Jacques Cartier, el primer explorador de Canadá. Había nacido en Saint-Malo y por lo tanto era una persona ilustre en la comuna.
Nuestra siguiente parada fue el Monte Saint-Michel. Sobre un promontorio rocoso en una isla mareal fue construida una abadía a fines de los años 900. Fueron los monjes de esa abadía quienes construyeron los albergues para los peregrinos. Tanto la abadía como todas las construcciones del monte son considerados monumentos históricos.
Al ser una isla mareal sólo era accesible cuando la marea estaba baja. Hoy en día hay una calle que permite su acceso en cualquier momento.
En este día, se esperaba que la marea subiera alrededor de las siete de la tarde. En el estacionamiento carteles indicaban que determinados sectores debían ser vaciados porque los vehículos corrían riesgo de ser llevados por la marea.
Subimos al monte y llegamos hasta las puertas de la abadía a través de las escaleras de piedra. Teníamos una vista privilegiada para observar la subida de la marea. Y la subida superó todas las expectativas que teníamos. Cerca de las siete de la tarde comenzó a entrar agua y en un breve lapso desaparecieron todos los bancos de arena. La fuerza de la marea era implacable.
Después volvimos hacia Contest a descansar. Al día siguiente debía despertarme temprano para volver a París e ir al aeropuerto a buscar a mi amigo Mariolo que venía desde Montevideo, previa escala en España para sumarse a la camioneta para recorrer la primera parte de Europa.