miércoles, 6 de julio de 2011

Día 125(5 de julio): Llegando a Estambul

En la madrugada en el aeropuerto, intentamos ver el partido de Uruguay. Movimos cielo y tierra para poder verlo en algún canal de cable (incluso nos habíamos instalado en un café y esperábamos que pusieran la señal), pero finalmente esto no fue posible. Nos conformamos con ver el partido a saltos con una conexión a internet lentísima.

Todos los uruguayos que teníamos el vuelo a las dos y media nos agrupábamos alrededor de varias computadoras ubicadas en el piso alfombrado de las cercanías de la puerta de embarque. Algunas banderas tapaban las mochilas y adornaban las espaldas de algunos compañeros. La gente pasaba y no entendía lo que estábamos haciendo y se acercaba a mirar y a preguntar. Me hizo pensar de qué manera tan inentendible para el resto del mundo, estamos ligados a nuestro país a través del fútbol.

Cuando estaba en Filipinas varios meses atrás, tuve una charla con Yoval, el israelita que pasó varios días con nosotros en El Nido. Le pregunté como estereotipaba a los uruguayos, ahora que conocía a algunos. Me respondió que al uruguayo lo único que lo ligaba a su país era el fútbol. Es una gran verdad, llevamos el fútbol y su folclore en la sangre. Claro que también nos ligan muchas otras cosas, más desdibujadas. En el caso de Israel, la religión, la guerra y el pasado forman parte de su raíz común. Para nosotros, un país de menos de doscientos años, por más que nos quieran inculcar un sentimiento patriótico en los programas escolares a través de textos históricos borroneados y ajustados a éste objetivo, no hay momento en que salga más el sentimiento de pertenencia y de patria que cuando juega la selección. Lo vivimos así en el pasado mundial.

Cuando me preguntó cuál era el estereotipo que teníamos en Uruguay del israelita, tuve que responderle de la manera más objetiva ya que hablábamos en esos términos. No le gustó mucho mi respuesta, como era de esperar.

Pasamos por los escáneres de la puerta de embarque con las computadoras prendidas pasando los últimos minutos del partido. Fue una situación que quizá el personal del aeropuerto no haya vivido en sus vidas.

Llegamos a Estambul cerca de las seis de la mañana. Salimos del aeropuerto deseando subirnos a los ómnibus para llegar al hotel lo antes posible para abrazar a la almohada. Casi no pude disfrutar de la primera vista de la ciudad con el cansancio de tanto viaje. Sólo pensaba que había pisado ya, con ventisiete años, los cinco continentes.

El grupo de cien personas que llegaba a Turquía se repartía en tres hoteles. A mi me tocó el City Center, un hotel sin destaque pero bien ubicado, cerca de la peatonal principal de la ciudad.

Cuando llegamos queríamos subir en seguida a las habitaciones, pero esto no era lo que iba a pasar. Nuestras habitaciones estaban ocupadas, y recién a las dos de la tarde iban a estar disponibles para nosotros. Hubo gente que entró en crisis y comenzó a increpar al pobre guía que nos acompañaba y al personal del hotel que poco tenían que ver con este problema. Las habitaciones estaban alquiladas a partir de este día y por lo general el check in es después de las dos de la tarde. Si hubieran sido alquiladas a partir de la noche anterior hubiera sido otro cantar. Si no hubieran estado ocupadas seguramente nos hubieran permitido hacer antes el check in, pero lo estaban.



Dejamos el equipaje en un pasillo y en varios grupos salimos a recorrer las inmediaciones del hotel. Caminamos por la peatonal hasta el final, y ya advertimos la profunda diferencia con los últimos países que habíamos visitado. La vestimenta de la gente, la limpieza de las calles, el clima templado, los precios más altos; todo nos decía que habíamos dejado atrás el continente asiático.

La ciudad de Estambul es bellísima y me parecía mentira estar caminando por lo que había sido Bizantino y Constantinopla, respirando el aire de una ciudad con tanta historia. Sin tener mucha idea de por donde caminábamos, visitamos una alta torre, un puente desde el que pescaban muchísimos turcos, atravesamos ferias, vimos de lejos mezquitas. Nos hacía falta un guía que nos explicara que significaba cada sitio. Pero ya tendríamos tiempos de informarnos en los siguientes días, mientras disfrutábamos sólo de perdernos por la ciudad.

En el camino de vuelta a la ciudad entramos a una exhibición de la obra de Patricia Piccinini. No estábamos preparados para ver la clase de arte que ésta artista realiza y salimos de la muestra con una sensación muy extraña.



Al fin teníamos el cuarto preparado, y luego de una breve sesión con el computador me desvanecí completamente. Me desperté ya tarde, pero dio para cenar y salir a tomar una cerveza a los boliches de la peatonal. Así como en el día me había sorprendido la cantidad de jugo de frutas que beben los turcos, en la noche me sorprendió la cantidad de bandas o solistas que tocan en los cientos de bares y boliches que colman las calles de Estambul.

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