Bangkok es una ciudad sucia, fea y agobiante. Las ratas deambulan por la calle en la noche y se esconden en cualquier rincón. Las autopistas se amontonan sin ningún sentido y los edificios son opacos y descoloridos. Pocas plazas verdes; la ciudad es un horno gris durante el día, y un infierno de pecados durante la noche.
Las calles están siempre congestionadas, y para moverse en la ciudad hay que tener muchísima paciencia. Las veredas son angostas, repletas de basura. La humedad es altísima, y no ayudan en nada los caños que rocían agua desde debajo de las autopistas o desde los techos de las casas.
La sensación que sienten aquellos que viven en Bangkok y por motivos económicos no pueden salir de la ciudad, es de estar atrapados sin salida. No hay un escape al calor, a la humedad, al tráfico.
Los tailandeses caminan limpiándose la cara con trapos, sonándose la nariz, escupiendo, siempre molestos. Envidian a todo aquél que viene desde fuera, a visitar su cárcel de hormigón.
Algunos quizá pueden salir del hastío y del asco trabajando en un hotel o en alguna empresa importante. Pero la amplia mayoría de hombres conduce taxis o tuk tuk o vende baratijas o alimentos en la calle. Muchas mujeres encuentran en la prostitución un escape de las penurias económicas, pero caen en el hastío, en la depresión, en las penurias del alma.
No hay futuro para Bangkok, se siente en la calle, en la mirada de la gente. Cada año que pase caerán más y más en las garras de la inercia y el desgano. A medida que vaya aumentando la población, será menos posible salir de la ciudad para aquellos que la ven como una cárcel sin rejas. Cada vez más atrapados, hundiéndose en el fango.
En la mañana luego de desayunar y de perder un poco el tiempo, salimos en un grupo de catorce rumbo al mercado de fin de semana, ubicado en el parque Chantuchack. Para llegar nos tomamos el metro que dio toda la vuelta por las entrañas de Bangkok. En nuestro vagón con aire acondicionado no se sentía la opresión y el agobio que esperaban fuera, sobre el lomo de la bestia.
Salimos del metro y entramos al mercado. Ese día por suerte el sol estaba oculto por un manto de nubes. El mercado de fin de semana es enorme y completamente desordenado. Temíamos perdernos en él así que pusimos una hora para encontrarnos para volver al hotel.
Los aromas a frutos del mar, papas fritas, pollo frito, vegetales fritos, cerdo frito, grasa, condimentos, durian y otras frutas, inundaban el aire y se mezclaban con el olor a transpiración. El movimiento era constante, la gente iba y venía por el mercado, cuyas calles eran algunas abiertas y otras cerradas. En éstas últimas preferimos no entrar ya que no se podía respirar el aire saturado y opresivo.
Se vendía desde bermudas hasta esculturas de madera, desde adornos hasta juegos de sábana, desde lámparas hasta relojes, desde muñecos hasta bananas con cobertura de chocolate y nueces.
Alrededor del mercado, criaturas quemadas y otras con deformidades de nacimiento, suplicaban con sus manos extendidas una limosna que nadie quería dar.
Oficiales de policía recorrían las calles buscando vendedores ambulantes que no tenían permiso, con sus caras contraídas en gestos de odio y superioridad.
Niños tocaban una melodía básica en la flauta y niñas bailaban a su lado, esperando que algún alma generosa les dejara alguna moneda.
Ancianas sentadas en el medio de la calle preparaban una sustancia irreconocible y artificial que vendían en pequeños vasitos de metal. Sus rostros curtidos por el tiempo y arrasados por profundas arrugas, sus ojos diminutos hundidos en sus órbitas, y sus cabellos desgreñados y sin vida, me hacían acordar a las fotos que había visto de las indígenas bolivianas.
Las mujeres descuidadas y cubiertas de granos o marcas de acné, untadas de alguna base barata para tapar irregularidades, no cuajaba con la imagen que me había hecho de la mujer tailandesa cuando había estado en Phuket.
El desgano nuevamente se veía en los tailandeses, tanto los que vendían como los que compraban, tanto los que caminaban como los que esperaban sentados.
En la noche fuimos a buscar algo de comer al 7Eleven. Uno de los que atendía el autoservicio era un travesti maquillado con una crema blanca y con los ojos pintados de verde. Algo bueno en Bangkok, es que los travestis tienen alguna posibilidad de conseguir un empleo como cualquier ser humano y no se ven obligados a recurrir a la prostitución. No digo que no lo hagan ni que no lo hagan en su mayoría, sino que al menos tienen otra opción.
Y poco más ya que al día siguiente partíamos hacia Katmandú, Nepal muy temprano en la mañana.
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