Fue una experiencia que me devastó los sentidos. Boliches y boliches y boliches, algunos gratis, otros no, en todos nos pedían ID. Íbamos de uno a otro sin dar crédito a lo que veíamos, y mientras caminábamos hacia el siguiente tampoco podíamos creer lo que iba sucediendo a nuestro alrededor.
Nuestra barrera idiomática se hizo muy palpable y con la música a tope la comunicación era casi imposible. De cualquier manera me sentía superado completamente (asombro asombro asombro) por el descontrol que reinaba; aquí debo aclarar que el descontrol se debía más que nada a la actitud de la gente más que al exceso de alcohol. Las mujeres son muy desinhibidas, y a eso le suman mucha silicona, escotes y minifaldas que no dejan nada a la imaginación. Cada boliche era un mundo, una fiesta diferente.
La noche de Fort Lauderdale es como subirse a una montaña rusa.
Eran las cuatro de la mañana, y teníamos que volver a la casa de Martín. Taxi usd 25,00. A las cinco teníamos que despertarnos para salir al aeropuerto porque el avión a San Francisco salía a las ocho y treinta. Por lo que dormimos menos de una hora.
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