Arrancamos para Abel Tasman bien temprano. Contratamos una lancha que nos llevó a Anchorage, una de las tantas playas de Abel Tasman. El agua, turquesa, las arenas, doradas. Descansamos un rato en esa playa, una bahía con varios yates, kayaks y mucha vegetación.
El agua estaba bastante fría, pero igual dio para darse algún baño que otro. Al rato fuimos a la otra playa cercana Te Pukatea, preciosa como la primera. Era más chica y no había nadie, y aprovechamos para comer refuerzos de jamón y de postre, una banana.
A mi me sorprendieron estas playas, no pensaba que Nueva Zelanda tuviera playas tan bonitas. Hay que aprender de cómo las cuidan los neocelandeses, convirteron a Abel Tasman en un parque nacional. Nada se puede construir, hay lugares para acampar, pero por un período máximo de dos días. Tienen todo un sistema de lanchas, taxis acuáticos y cruceros organizados para los turistas, que son bárbaros pero caros. Hay muchas playas más al norte pero para llegar hay que pagar por un traslado o caminar y caminar. Conocimos la primera parte de Abel Tasman, y para volver tuvimos que hacer un trekking por los morros de cuatro horas. Si llegás bien al norte podés pasarte varios días caminando para volver a Marahau, el punto de partida. Llegamos liquidados, y teníamos que hacer al menos cuatro horas hacia el sur, ya que al menos ocho horas nos separaban de Christchurch, donde debíamos devolver la casa rodante al día siguiente, antes de las cuatro.
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