Alquilamos el cuarto más barato del hotel Arenas en Kuta para dejar nuestras valijas y mochilas pesadas, junto a las de los otros diecinueve integrantes del Grupo de Viaje. Cargamos las mochilas de mano con ropa y cosas necesarias para tres días, alquilamos dos motocicletas y partimos rumbo a Ubud. Tres días después volveríamos a Kuta, donde pasaríamos la última noche en Bali, antes de volar a Yakarta, la capital de Indonesia, en la isla de Java. El grupo grande salió temprano, mientras que nosotros cuatro salimos después del mediodía. Posiblemente nos encontraríamos en Ubud, pero no dejamos nada establecido.
Ubud es considerado el centro cultural de Bali. A medida que nos aproximábamos a la ciudad, nos íbamos dando cuenta, de que allí iba a haber un poco más de orden que en Kuta. No un orden en el estricto sentido de la palabra, pero sí un orden en el desorden más explícito. Era más limpio, el tráfico no resultaba tan abrumador y no había callejuelas angostas y entreveradas. Notamos que no había tantos turistas, y que había mucho más templos. Nos quedaríamos una noche en Ubud, para conocer la ciudad, y temprano en la mañana visitaríamos el famoso templo de los monos, para luego proseguir nuestro camino hasta el volcán Butar y su lago aledaño.
Ni bien llegamos, dejamos las motos estacionadas cerca de un extraño templo visitado por una multitud, y buscamos algún restaurante para comer. Dimos con el “bar de Tribi”. En él, consultamos por un hotel y nos indicaron que allí enfrente, del otro lado del riachuelo que corría junto al restaurante, había uno. Hacia allí fuimos, y como el precio estaba a nuestro alcance y tenía piscina nos terminamos alojando en él.
Luego nos daríamos cuenta de que no era un hotel común, sino cuartos de hotel instalados en lo que parecía un templo, pero era en realidad una pequeñísima parte de lo que hubo sido un extraordinario palacio balinés, cuya fecha de construcción databa del siglo once. Por toda la cuadra, e incluso del otro lado de la calle, uno apreciaba las partes de aquél palacio, las fichas de un puzzle desarmado con el paso de las centurias. Pasar una noche entre las ruinas, o entre las piezas de aquella construcción, la más antigua hasta ahora que he podido conocer, venerada como una deidad emergida de las entrañas de la tierra, y abrazada con los rezos y las ofrendas de sus humildes habitantes fue una experiencia extraordinaria. Describir sus vestimentas, con sábanas enrolladas alrededor de sus piernas, y gorros típicos balinenses, así como describir las extrañas figuras del palacio, talladas en piedra e iluminadas por la luz de las velas, que encontrabas a tu alrededor y al alzar la vista o mientras caminabas por los pasillos de césped cubiertos de baldozas de piedras, escapa a mis posibilidades. Sólo decir que uno se sentía un extraño en aquél lugar, pero a su vez bienvenido, y su espíritu se elevaba así como se elevaban las palmeras y los árboles, y resplandecías como el verde de aquella vegetación, frondosa y extasiada en ese clima tropical.
En la tarde con Mati decidimos darnos un masaje balinés, y salimos a recorrer la ciudad preguntando de vez en cuando dónde nos podíamos dar uno. Al final nos dimos un masaje de una hora por cincuenta y cinco mil rupias que nos dejó como nuevos. Espalda, hombros, piernas, cabeza, todo quedó como nuevo. Por algo dicen que quienes gustan de los masajes encuentran en Bali su paraíso.
Cuando volvimos al hotel, escuchamos música y fuimos hacia ella, y encontramos que en otra parte del palacio estaban haciendo una presentación de música y danza balinense, con la vestimenta de ocasión, en un escenario improvisado.
Luego, con Mati fuimos a cenar, ya eran más de las diez, y luego de tantear en varios sitios fuimos a dar con uno, que nos pareció el adecuado en cuanto a precio y a ubicación, al lado de un local donde estaban tocando en vivo. Grande fue nuestra sorpresa, cuando luego de pedir el plato del día sin tener una clara noción de lo que era, nos trajeron milanesa de carne con ensalada y puré. El día anterior habíamos estado hablando de cómo echábamos de menos las milanesas, que cuando volviéramos a Uruguay sería de las primeras cosas que devoraríamos. Sobre estas cosas, cada uno saca sus conclusiones.
Perdón, sería carne de vaca? je je
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