martes, 19 de abril de 2011

Día 47(18 de abril): Río Subterráneo

Ubicado en el centro este de la isla de Palawan, en Filipinas, el Parque Nacional del Río Subterráneo estuvo entre los nominados a convertirse en una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo, y fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1999.

El río subterráneo, tiene más de ocho kilómetros navegables, y está entre los ríos subterráneos navegables más largos del mundo.

Con la idea de visitar este parque, me levanté bien temprano y fui hasta la recepción del hotel para solicitar una camioneta que nos llevara al aeropuerto primero (Juanchi tenía que cambiar el pasaje), a un mercado después (se habían quedado con mi aerosol repelente en el aeropuerto de Manila porque me había olvidado de pasarlo de la mochila a la valija), a Sanang donde se encuentra el río subterráneo, y por último a El Nido, donde teníamos intenciones de pasar el resto de nuestra estadía en Filipinas.

Intentamos pelear el precio, pero se nos hizo difícil. Conseguimos que nos incluyeran en el precio pactado, las entradas al parque y los boletos del bote. Nuestro amigo israelita, no gusta de gastar mucho, y estuvo apunto de irse en transporte público directo a El Nido para ahorrarse unos pesos. El transporte público es de lo más precario, e intentamos evitar ir a El Nido en él, ya que es un viaje de diez horas, viajando como sardina en lata. Una vez en la camioneta, mientras metíamos kilómetros y kilómetros, los veíamos al pasarlos; los pasajeros van amontonados entre el equipaje y las cajas de alimentos, y algunos en el techo del vehículo, despatarrados y muriéndose de calor.


Así que dejamos Honda Bay, con recuerdos de gente sencilla que vive de manera simple, con sus botes, su mar y sus casas de cartón. Me quedo con las sonrisas felices de un pueblo inocente, que ha sido víctima de hienas de otros continentes, que viven en el egoísmo y en la hipocresía, y de sacrificar a sus hermanos.

Una vez en Sanang, luego de haber seguido religiosamente nuestro itinerario, fuimos a almorzar algo liviano. El chofér fue a hacer los trámites para que pudiéramos entrar al parque, ya que según nos habían avisado cuando alquilamos la camioneta, las entradas para ese día estaban agotadas, y tuvieron que hacer alguna tramoya para conseguirnos una a cada uno.

El israelita estaba de mal humor, ya que tenía malas referencias del parque y no tenía intenciones de visitarlo, y por más que intentó no pudo hacernos cambiar de parecer para no visitarlo y llegar a El Nido de manera más económica. Era un gasto extra que debía evitar. Por alguna razón imperiosa que no quedó clara, quería llegar temprano a El Nido, así que cuando volvimos de almorzar y nos encontramos con que había una fila enorme para subirse a los botes, y el pequeñín filipino se había rascado los huevos en lugar de registrarnos para que entráramos en hora, se puso peor y se fue refunfuñando para no llenarle la cara de golpes. Sin embargo una vez que llegamos a la entrada del Río Subterráneo (luego del bote, del registro en el parque y de una pequeña caminata en la selva por tablones de madera, que sumaba minutos perdidos en su cuenta mental), y vimos el agua verde turquesa que pone en jaque a los sentidos, y la entrada a la cueva que tantas veces habíamos visto en fotografías que iluminaban la pantalla del ordenador, tuvo que cambiar de opinión. El gasto, había valido la pena finalmente, por lo que había que cambiar el interruptor del humor.

Esperamos nuestro turno, mientras chapoteábamos en el río, y las canoas iban y venían, perdiéndose de vista al entrar a la cueva, y surgiendo repentinamente de la oscuridad cuando salían de ella. Pájaros volaban en círculos cerca de la entrada de la cueva, esquivándose entre ellos y sorteando las estalagmitas que se veían dentro de la cueva. Parecían que tuvieran una velocidad mayor que la normal, o que estuvieran dotados de una gracia divina, e interpretaran una trepidante danza celestial.

Contemplando la cueva de piedra caliza, el agua del río, las bandadas de pájaros, la gente que subía a la canoa, se sacaba fotos y se adentraba en la oscuridad, se nos fue pasando el tiempo.

Entonces nos tocó nuestro turno, nos pusimos los chalecos salvavidas, los casquitos y subimos a la canoa, donde nos sacamos la foto antes de entrar a la cueva.

Yo iba delante, con el foco que iba a iluminar la noche eterna cuando el sol no llegara con sus brazos a acariciar el interior de la cueva. Detrás, un filipino guiaba la canoa.

Al entrar a la cueva, dejamos atrás el día y el bullicio, y nos fuimos sumiendo en la noche y en el silencio, interrumpido por el ruido de las gotas de agua al caer del techo de la cueva, y de los remos al golpear el agua e impulsar la canoa.

Mientras el filipino nos daba indicaciones en un inglés inentendible, nos adentramos en la cueva. Nos íbamos cruzando con las canoas que volvían, desde lo más profundo de las tinieblas.

En este mundo que nunca vio la luz, proliferan los murciélagos, y en todo el kilómetro que recorrimos, los vimos colgando del techo y moviendo sus alas, cuando la luz del foco los iluminaba.

A medida que avanzábamos el guía nos iba indicando formas que se imaginaban en las paredes, en las rocas, en las estalagmitas y en las estalactitas. Hongos, gatos, manos, calaveras, rostros, cuerpos. Un leve sobrecogimiento se apoderaba de quien observara estas imágenes impresas en la roca. Extraños insectos voladores parecidos a arañas, pululaban alrededor del foco, y como lo llevaba, pululaban también a mi alrededor. 

Una experiencia extraordinaria y memorable que no olvidaremos nunca.

Luego deshicimos el camino y volvimos a la camioneta, y seguimos rumbo a El Nido.

Una vez allí, y luego de más de cuatro horas de recorrido, llegamos a nuestro hotel, que está ubicado en la playa misma.

Boquiabiertos, contemplamos el mar a diez metros, los botes y las islas esparcidas fuera de la bahía. A la izquierda, a unos pasos, las mesas con velas de un boliche reposaban en la arena. Una banda tocaba reggae, la gente cenaba y tomaba tranquilamente en las mesas y se oía el murmullo del mar que mecía a los botecitos. 

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