miércoles, 11 de mayo de 2011

Día 68(9 de mayo): Bahía de Ha Long

La bahía de Halong es uno de los lugares más bonitos y promocionados de Vietnam. Ubicado en Halong City, a ciento setenta kilómetros de Hanoi, cuenta con una variada gama de opciones para conocerla: tours por el día, por dos días y una noche, por tres días y dos noches, con noche en el barco o con noche en hotel y muchas más.

Cuenta la leyenda que en un tiempo remoto el emperador de Jade, envío dragones para proteger las tierras vietnamitas de los invasores de China. Los dragones escupían joyas y jade, y las primeras se convirtieron en las islas de la bahía, formando una especie de muralla para protegerse de los invasores. Ha Long significa dragón descendente.

Con la idea de recorrer varias islas de la bahía y pasar una noche en el barco, salimos muy temprano del hotel. Dejamos las valijas y mochilas pesadas en una habitación, y con lo mínimo indispensable, nos subimos a una camioneta y partimos hacia allí. En el camino se subieron unos argentinos que venían viajando hace tiempo por el sureste asiático. Casi cuatro horas después llegábamos a la bahía, donde nos solicitaron los pasaportes y realizaron los trámites para que ingresáramos al barco.


Se podía ver la cantidad enorme de barcos prestos a partir. Algunas islas ya se veían desde la bahía; pequeñas montañas de rocas con vegetación y sin playas. El color del agua no era muy bonito, pero evidentemente el exceso de barcos y embarcaciones contribuían a enturbiarla. El calor era agobiante, pero era más soportable porque corría una leve brisa. El día estaba espléndido, y todo hubiera sido perfecto si no fuera por mi dolor de espalda, que me impedía moverme libremente. Estaba duro, no podía agacharme y si permanecía mucho rato en una misma posición comenzaban los dolores.

Los vietnamitas pareciera que todo el tiempo te quieren ganar algo. En esta oportunidad querían subir a los argentinos a nuestro barco, para el que habíamos pagado un poco más para hacerlo privado. El problema no era con los argentinos con los que habíamos pegado buena onda, sino con el guía que sin preguntarnos los quería meter en el barco, seguramente para hacerse unos pesos. Le dijimos que si, que no había problema pero que nos tenía que hacer un descuento. Nos ofreció la irrisoria suma de dos dólares, y nos reímos en su cara. Al final, los argentinos se tuvieron que subir a otro bote.

Nos preparamos para embarcar, y cuando nos subimos a la proa nos dimos cuenta de que nuestro barco era un lujo. En la cubierta principal, en la que estábamos, podíamos ver el bar y el comedor especialmente preparado para nuestra llegada, ya con manteles, platos y cubiertos. También había allí una televisión y parlantes, y dos sillones con almohadones. Repartieron las llaves de las habitaciones, y a todos les tocaron de dos personas, salvo a Mati, Nacho y a mi que nos dieron una de tres. Dos de las habitaciones estaban en la cubierta principal, entre ellas la nuestra, mientras que todas las otras estaban en la cubierta de abajo. Desde el ventanal de cada habitación, podía apreciarse una hermosa vista de la bahía. En la cubierta de arriba, había cómodas reposeras de madera, algunas plantas, y una mesa y varias sillas, ubicadas a la sombra de un toldo.

Después de dejar nuestras cosas en la habitación sirvieron el almuerzo. En la mesa había varios platos. El infaltable arroz, camarones, calamares, repollo, verduras. La cantidad era muy justa, daba apenas para llenarse.


Teníamos la opción de ir a unas cuevas, pero la verdad ya estábamos hartos de ellas y optamos por ir a alguna playa. A diferencia de El Nido en Filipinas, la mayoría de las islas no tienen playa, por lo que cuando bajamos a una, había mucha gente en ella.

Se armó un picado con unos vietnamitas, y a pesar de mi dolor de espalda no pude resistir la tentación de jugar al fútbol. Ganamos por robo, cinco a uno.

Luego nos dimos un baño. El agua era de color verde y fresca, y la vista era muy bonita. Después descansamos en la arena, en donde las chicas ya estaban tiradas hacia rato. Poco nos duró el relax, enseguida el guía Anthony estaba a los gritos pidiendo que nos apuremos.

Nos llevaron a una parte de la bahía donde alquilan kayak, pero opté por no arriesgar más mi espalda, y me fui arriba a las reposeras. Allí esperé a que los chiquilines volvieran, mientras admiraba la hermosa vista de las islas e islotes, las embarcaciones difuminadas hacia donde mirara, y los pequeños kayaks, insolentes en su pequeñez provocando a la grandiosidad del mar.

Lo mejor del día estaba por venir. Ya estábamos todos conversando en las reposeras y el barco se deslizaba por el mar sin rumbo conocido. A lo lejos, las islas se iban volviendo difusas a medida que el sol, refulgía en sus últimos destellos, deslizándose hacia el horizonte. Íbamos a ser testigos de un atardecer proverbial en el golfo de Tonkín.


Luego bajamos a cenar, esta vez el menú consistía en arroz con platos de “milanesitas” de pollo, carne y arrolladitos primavera. De sobremesa subimos a la cubierta de arriba y nos quedamos conversando en la oscuridad, mientras veíamos las luces de otros pequeños mundos suspendidos en el mar, que se iban apagando lenta e inexorablemente.

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