El tailandés es un tipo raro. Agresivo y timador. De todos los asiáticos ha sido el menos agradable.
La relación con ellos comenzó antes de llegar a Tailandia. Es cierto que quizá la compañía de autobuses (si es que compañía es el nombre adecuado) fuera parte camboyana y parte tailandesa, o quizá incluso sólo camboyana, pero a fin de cuentas eso no importa ya que tiene que ver con lo que es Tailandia.
Como mencionaba en la anterior entrada, habíamos reservado un pasaje de ómnibus desde Siam Riep a Camboya y los términos arreglados eran los siguientes: a las dos de la mañana nos pasaban a buscar en van, nos llevaban a la terminal desde donde salía el ómnibus con asientos camas hasta la frontera. Allí hacíamos los trámites de salida y entrada, nos tomábamos otro ómnibus cama y nos dejaban en Bangkok cerca de las diez de la mañana.
A las tres menos cuarto de la mañana aún no había aparecido la camioneta. Estábamos con las valijas y las mochilas prontas desde las dos, y para matar el tiempo tuve el placer de mirar una película camboyana cómica con los recepcionistas del hotel. Nada que envidiarle tienen estos señores del arte fílmica a la televisión uruguaya y a programas tan cómicos como los de Carballo y compañía. Puglia se hubiera divertido mucho al ver algunas de las escenas y hubiera tenido que dejar la grasienta pata de pollo frito en el plato mientras sus sonoras carcajadas eran amplificadas por su caja de resonancia estomacal.
En el momento en que la película alcanzaba su mejor momento y el desgraciado protagonista estaba por conquistar a su amor platónico, sonaron unos bocinazos y vimos a la camioneta tras las rejas de hotel.
Rápidamente, saboreando las imágenes mentales que quedaron luego del festín televisivo, subimos nuestro equipaje a la camioneta.
Algunas decenas de minutos después llegábamos a la terminal donde se veían varios ómnibus esperándonos para partir. Nos bajamos de la camioneta y le dimos el ticket a un señor con pinta de bandido que nos indicó cual ómnibus era el nuestro.
Subimos al ómnibus y buscamos algún asiento libre. Muchos asientos estaban ocupados y uno podía ver cuan relajados iban todos en sus asientos camas que no podían replegarse, pero que permitían una cómoda posición vertical. Los agujeros de los asientos le daban la posibilidad a uno de que pudiera acomodar mejor los codos y las protuberancias de la espalda. Además nos prestaban unas mantas, gesto de fraternidad al prójimo mediante, cuya limpieza compartíamos con los anteriores un millón mil quinientos pasajeros. El aire no refrescaba demasiado, ya que esa gente estaba preocupada con los cambios de temperatura. Además el sudor es bueno ya que uno puede adelgazar.
Una hora después de que el moderno vehículo traqueteara la ruta camboyana nos detuvimos, sin mayores explicaciones. La mayoría de los pasajeros se bajaron y quedamos algunos occidentales preguntándonos a que se debía tan estratégica parada.
La cosa no se podía poner mejor. Después de una hora en la que intentamos comunicarnos con los amigos tailandeses sin resultado positivo, nos acercamos a los hindúes que venían en el ómnibus que estaba estacionado detrás. Primero busqué a un hindú sin bigote pero por más que me esforcé no pude encontrarlo. No sabía a cual dirigirme de todos ya que tenía miedo de que al hablar algo saliera volando de su bigotito. Utilizando los amplios conocimientos adquiridos en estadística, elegí dirigir mi palabra al que tenía el bigote más chico, ya que pensé que tenía menos probabilidades de que aquello que esconden en el bigote saliera disparado hacia mí, o que aquello que saliera fuera tal vez un poco más chico.
La respuesta a mi pregunta no pudo ser más satisfactoria. La oficina de migración abría a las siete, así que teníamos tres horas más para disfrutar en la frontera, tres horas más para mirarles el bigote a los hindúes. Motivados por tal panorama, pensábamos lo desafortunados que eran los que salían a las seis de la mañana de Phnom Penh y llegaban a la frontera cuando la oficina estaba abierta, y no tenían estas tres horas para conocer el punto donde el piso deja de ser Camboya y pasa a ser Tailandia.
Podría contar sobre todo lo que hice en esas tres horas, con detalles y claridad, pero como quiero seguir adelante en el relato voy a hacer un pequeño resumen: le miré el bigotito a los hindúes.
Cuando se estaba haciendo de día, nos ordenaron que nos subiéramos al ómnibus. El ómnibus retrocedió unos metros y se metió marcha atrás en una entrada. Aparcó y nos pidieron que nos bajáramos y sacáramos el equipaje de cada uno. Nos señalaron el ómnibus de los hindúes, adonde llevamos el equipaje y nos subimos al mismo. Pude verle los bigotitos con más nitidez.
El ómnibus avanzó otros diez metros, pasó debajo de un cartel que cruzaba la calle y se detuvo. Allí sacábamos las valijas. Este subir y bajar de vehículos seguramente era para despistar a los curiosos que querían sacarle fotos a los bigotes de los hindúes. O para engrosar la cola de la oficina de migración, que ya andaba por la cuadra y media y era muy pintoresco el rejunje de nacionalidades. Además el movimiento que había en la vuelta hizo que la hora y media que pasamos parados y avanzando paso por paso al rayo del sol se hiciera muy ameno. Lady boys haciendo el trámite de migración le daban el toque que faltaba.
Después de la salida tuvimos que hacer la entrada, a la que llegamos luego de atravesar una marea de camboyanos. Esperamos casi una hora del otro lado, a un individuo que estaba en nuestro grupo que se había perdido entre Camboya y Tailandia. O había alquilado un cuarto de hotel y estaba matraca que matraca con un tribilín. Nunca apareció así que probablemente haya sido esto último.
A todo eso ya eran más de las doce del mediodía. Nuestro vuelo desde Bangkok a Phuket salía a las nueve de la noche y teníamos que mandar una encomienda. Desde donde la íbamos a mandar no teníamos ni la menor idea, pero era un problema para adelante. Más si ya íbamos rumbo a Bangkok, en la camioneta y teníamos tres horas de viaje. Pero quince minutos después de que salimos, la camioneta giró a la derecha. Estacionó y nos pidió que bajáramos el equipaje. Me alegré de que el viaje se estirara un poquito más, ya que podía disfrutar cómo Nacho y Mati se agarraban los pelos y puteaban en español a los choféres, a la moza del restaurante, a la de una tienda que quedaba cerca.
En diez minutos volverían a buscarnos, pero claro, diez minutos tailandeses son sólo comparables con diez minutos uruguayos. Elevados al cuadrado.
A la hora y media volvieron, se les había pinchado la rueda. La rueda que tenían no parecía nueva, pero no había porqué desconfiar de los tailandeses que son un encanto.
A las cuatro y media de la tarde llegábamos al aeropuerto de Bangkok, donde tendríamos la mala suerte de encontrar la oficina de correos en el aeropuerto. Y yo me quedé con ganas de salir a recorrer las calles en una búsqueda frenética por una oficina de correos y después una corrida hacia el aeropuerto como la de Shanghai. Hubiera sido una buena anécdota.
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